viernes, 26 de mayo de 2017

Unantes y ¿un? después

Qué curioso que en los momentos más imprevistos uno caiga en la cuenta de su propia finitud, de su mortalidad. No se trata de oscuras introspecciones que nos empujan hacia estados depresivos, sino más bien de pequeños asomos indagatorios al abismo que somos. Son momentos de intensa lucidez, donde la condición humana se manifiesta como una fugaz visión abstracta y periférica de un todo inexplicable, como si de pronto la única pulsión de nuestra existencia no fuese más que un estado de conciencia. Así, puede ser que un simple recuerdo vívido, que se ha mantenido a fuego en la memoria nos asalta como una certeza, como la revelación de un conocimiento: la medida de nuestro propio tiempo; una suerte de conclusión. Un punto que escinde, donde la mirada cambia y adquiere un tono concertador encauzado hacia ese otro estado de tiempo imaginario que es el futuro, lo que nos queda. 

Una escisión que podemos identificar también como un punto de equilibrio. Dar cuenta de la propia finitud es un hecho que se produce por lo general —o al menos en la experiencia personalen la etapa media de la expectativa de vida de un ser humano,  intensificada con la contemplación del desarrollo del crecimiento de un hijo. O la desaparición física de una figura paterna —siguiendo con la experiencia personal—. Este equilibrio se revela en cuestiones que atañen a la percepción y a la comprensión en el uso de la razón como así también del espíritu frente a las adversidades o cotidianeidades que se nos presentan. Es necesario que la carga emocional de la rutina no nos afecte en mayor medida, por ejemplo, porque sabemos cuánto puede eso contribuir al deterioro de la salud.

A no darse manija. A disfrutar el momento. 
Con los pies en la Tierra y el corazón flotando....


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