miércoles, 28 de agosto de 2013

...me acordé de mi Viejo.

Cuando mi Viejo laburaba, leía revistas. Mientras yo tomaba un té, o una cascarilla...., con pan con manteca, y a veces que le ponía trocitos de pan al té (sin manteca, claro); recuerdo esa escena claramente en mi memoria, y cuando digo que la recuerdo digo que la represento, que esa escena está pasando mientras la recuerdo. Transcurre en un cuarto muy pequeño de 1,5x2,5mts dónde sólo había unas bancas de madera; una tabla en la pared con un pequeño tirante inclinado y clavado en la pared que la sostenía; que hacía las veces de mesa para anotar unos datos que durante su turno de trabajo él documentaba con notable responsabilidad y precisión.

Sobre esos bancos, en esa escena, yo veo las revistas; son El Tony y D'artagnan, casi siempre. Cuando yo lo acompañaba al trabajo, estaba desde las 2 de la tarde hasta las 10 de la noche, casi siempre era en verano; o al final de la primavera, cuando el clima comenzaba a ser cada vez más cálido. Era un lugar rodeado de enormes pinos, estaba al costado de un río. Y del otro lado costado corría una vertiente cristalina (era increíble la claridad y pureza del agua, como vida fluyendo); uno se quedaba absorto viendo correr la vertiente, viendo el fondo, hipnotizado.

Del primer lado que les cuento, del lado del río; cruzándolo, seguía el bosque, que subía por una ladera a un montecito. Un bosque bajo, no muy tupido, en su mayoría compuesto por pinos. Con mis 10/12 años de aquella época, me la pasaba afuera el día entero; recorría toda la zona, adentrándome en el bosquecito (el río se podía cruzar a través de improvisados puentes de piedra que la gente que en el verano iba a nadar construía), caminando y descubriendo y jugando. Pero cuando entraba, porque mi Viejo me llamaba para tomar el té o la cascarilla; cuando atravesaba la puerta, recuerdo a mi Viejo......leyendo. Me llamaba mucho la atención, le pregunté —que tenían de bueno esas revistas que las leía tan así como las leía. Me dijo que eran historias, aventuras, muy entretenidas, que lo ayudaban además a pasar mejor el tiempo que duraban las horas de laburo; que consistía, más que nada, en estar entre hora y hora; luego de anotar todos los datos en un libro enorme donde se llevaba un registro de funcionamiento.

Y estar entre esas horas, era ingeniárselas para no aburrirse. Mi Viejo leía. También salíamos los dos a caminar. Debíamos recorrer por lo menos tres veces en el turno un camino que llegaba hasta la desembocadura de una vertiente al río. Allí había una pequeña represita, donde había una rejilla; que servía para filtrar todo lo que pudiera traer la vertiente de suciedad, que venía desde montaña arriba. El laburo, como habrán intuído o no, tenía que ver con el agua; con la toma y distribución de agua potable. Mi Viejo llevaba consigo un cepillo con cerdas negras, bien duras, que servía para limpiar esa rejilla. A veces, subíamos vertiente arriba, sólo para caminar; escuchando los pájaros, conversando; caminábamos un montón.

El sendero subiendo la vertiente era fantástico, porque estaba encerrado por la maleza, que parecía querer taparlo; mucha retama, mosqueta y gran cantidad de árboles. En algún punto del sendero había un manzano, escondido parecía que estaba; porque aparecía de la nada. Nunca se me había ocurrido que los manzanos crecieran libremente por allí; siempre los tuve presentes pero en las casas del barrio (donde abundaban, todos tenían uno, era genial), en los patios, como un árbol que alguien deliberadamente plantaba, como si lo hiciera y al mes midiera unos 7/8mts ya cubierto de manzanas (todo es mágico cuando se es chico).

Los pinos eran altísimos; del otro lado de la vertiente, el terreno caía bruscamente en picada y esto los hacía ver desde donde caminábamos como un verdadero ejército de gigantes. El sendero, siempre yo tras mi Viejo, serpenteaba hasta llegar a un claro enorme, y te aparecían de pronto llenándote la vista los cerros más bajos primero y las montañas luego, en todo su esplendor. En el claro, siguiendo unos metros más, había una mesa muy grande, construída a base de piedra. Yo la flasheaba como una mesa muy antigua (que si bien lo era, no lo era tan antigua como yo la imaginaba), como la mesa del Rey Arturo, de alguna historia así. Allí, a fin de año, la empresa donde laburaba mi Viejo organizaba un asado multitudinario para todos los empleados, se la pasaba muy bien ese día.

Saliendo de ese claro, había un puentecito que cruzaba la vertiente y y subía la ladera hasta el pinar que estaba unos metros más arriba. Por otro sendero que lo atravesaba regresábamos. Lo maravilloso de esa vuelta era el aroma —tan particular que me resulta indescriptible a través de las palabras, deberán recordar ustedes si alguna vez jugaron en un pinar......, pero aún mejor era seguir el sendero en paralelo, para caminar sobre el colchón que se formaba de lo que caía de los pinos, esos filamentos que son verdes allí arriba; y de cierto color naranja cuando están sobre la superficie, superficie que se hace como acolchonada, y hasta resbaladiza. Andar caminando por una superficie así, era simple, lisa y llanamente....divertido.

Así regresábamos hasta la rejilla, donde mi Viejo realizaba otra pequeña limpieza una vez más, y emprendíamos el camino de vuelta a su lugar de laburo, allí al costado del río.

Me dijo que leyera una, para que viera cómo es; y no les miento cuando les digo que aún disfruto leer como ese día que tomé una revista y comencé a leer las historietas. A él, además, le gustaba que a mí me gustara, tenía una sonrisa muy particular que así lo demostraba. Yo dí cuenta de esa sonrisa hace un año atrás. Le hice a mi hijo pequeño la misma sonrisa cuando comenzó a cantar las canciones que habitualmente canto; siempre dependiendo obviamente de lo que escuchemos durante el día, que por lo general obedece al estado de ánimo; y obviamente, nadie se siente igual todos los días; entonces la música cambia; y el estado de ánimo vuelve a cambiar, y todo mientras él las canta. Como yo leyendo las revistas de mi Viejo en su laburo, maravillado por historias como la de Dago, o Nippur de Lagash o Gilgamesh o El Cabo Sabino y otras tantas que no recuerdo en este momento.



Había tardes que salíamos con el Siam a comprar cosas para la casa; y a la vuelta pasábamos por un kiosco donde las vendían. No recuerdo el lugar, recuerdo el momento de ir a comprar las revistas, recuerdo como dije, una escena, que transcurre todavía. Con el tiempo, comencé a pedirle algunas para mí, que veía interesantes. Claro que ya eran historietas de dibujos animados que yo veía en la televisión; pero a mí eso, no me importaba; así que pedía que me las compren igual. Cosa que hacían, mi Vieja estaba feliz de que me gustara leer —así iba a aprender más rápido, decía, brusca y encantadora ella.

Así fue como nunca dejó de gustarme leer y comprar (bueno,....tener) siempre cosas nuevas para leer. Sigo queriendo tener cosas nuevas para leer, todo el tiempo, desde aquél tiempo. Y cuando voy a la librería, llevo a mi hijo conmigo; y conversamos, y cada vez le pregunto si le gusta venir, y siempre me dice sí; y es una escena que también, por suerte, todavía,.... sigue transcurriendo.

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